Un bonito día de primavera decidimos no tener miedo a los kilómetros que nos separan del extremo norte de Cerdeña y de una ciudad que, si hoy es un renombrado enclave turístico,en el pasado fue el escenario de fascinantes y poco conocidos eventos. La actual Santa Teresa di Gallura, que en sardo se llama Lungone y en gallurese Lungoni, nació hace tan solo dos siglos de la voluntad de los piamonteses de crear un asentamiento estable en torno a la torre española de Longonsardo.



Sin embargo, la historia de este maravilloso lugar no dio comienzo hasta el S. XIX: Las evidencias arqueológicas muestran un pasado rico y aventurero que desde la civilización nurágica llega hasta nuestros días, pasando por la época romana, la civilización Giudicale del medioevo sardo y de la dominación española. Desde siempre ha sido protagonista del tráfico comercial que unían la isla con el continente, y telón de fondo de redadas de piratas, bandidos y corsarios. Siempre ha permanecido como el punto de partida imprescindible para cada tentativa de reforzar el vínculo con Córcega, la isla gemela, que se encuentra a solo 11 kilómetros de aquí. El panorama es asombroso desde la torre, convertida en símbolo de la ciudad, y hace todavía más evidente como «le Bocche di Bonifacio», el pequeño estrecho de mar que separa las dos grandes islas del Mediterráneo, más que un límite es una puerta que, cada día, los trayectos mantienen abierta.
El centro de Santa Teresa di Gallura, vivaz y colorido, se insinúa entre la playa de Rena Bianca y el pórtico, contrastando especialmente con la aspereza del territorio que lo rodea. Las calles largas y rectas crean un entramado viario muy regular, mientras alrededor, el paisaje está esculpido por los vientos. Hace pensar en la espectacular potencia de la naturaleza, que modela todo con un diseño que podemos tan solo admirar alucinados.

La isleta de Capo Testa, unida a la tierra firme por un itsmo artificial, es realmente sorprendente: la biodiversidad es tan notable que está protegida por la Unión Europea. Ya los antiguos romanos usaban este lugar como cantera para aprovisionarse de granito, llevados después a Italia pasando por el puerto local.
Justo en Capo Testa se encuentra el faro que, todavía en estos días, es indispensable para garantizar la seguridad del tráfico marítimo en le Bocche di Bonifacio.

La historia, el panorama asombroso y el viento, que hace sentir todavía más intensamente el perfume del mar, saben hacer inolvidables las pocas horas que he pasado en este lugar. Sin embargo, lo que se ha quedado en mi corazón, la razón por la que me gusta volver aquí siempre que puedo, es un valle, o mejor dicho, un conjunto de valles conocido en todo el mundo como «La valle della luna», aunque el nombre oficial es “Cala Grande”.


Un oasis de paz fuera del mundo, accesible solo un pequeño paseo que, partiendo de Capo Testa, poco a poco te interna en una naturaleza casi descontaminada, salvaje y fascinante.
Parece que desde los años 60 del siglo pasado aquí vivía una comunidad hippy que con los años ha cambiado, acogiendo nuevos miembros y luchando contra la invasión de los turistas que, sobre todo en los meses de verano, llegan atraídos por la fama de este mágico lugar. En efecto el paisaje granítico ha sido modificado por el ser humano, que ha readaptado grutas y grietas creando sencillas habitaciones. Parece que algunas también han sido habitadas durante el invierno por personas que desean llevar una vida esencial y en directo contacto con la naturaleza.
No sé si esta comuna existe todavía, pero sé que el tótem de la entrada del valle te da la íntima sensación de entrar en un lugar sagrado y misterioso, che merece todo nuestro respeto.


Alguna vez pienso si podría vivir aquí de este modo. Pero para gozar de toda esta energía basta también una visita no muy rápida, quizás al atardecer, con el silbido del viento que se insinúa entre las rocas y el constante romper de sus ondas contra las paredes del granito. Te traslada a un estado de ánimo suspendido, de esos que las palabras no pueden describir y que implican la profunda reverencia que nosotros, pequeños humanos, le debemos a su majestad, la Naturaleza.
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